13.11.06
Sobre el versátil monoteísmo del iPod. Primera parte
Querer tener un iPod es como creer en Dios (y entendemos aquí que 'kre:r' en Dios quiere decir 'kerer' que exista Dios).
Uno cree que Dios debe (must) existir simplemente porque a uno eso le parece una buena idea. Lo mismo pasa con el popular reproductor de mp3: uno cree que debe tener un iPod por la simple y sencilla razón de que uno quiere tener un iPod. Pero las cosas no son así, no funcionan así.
Sí, a uno le parece que la idea de Dios es una buena idea. ¡Claro que lo es! ¡Es la mejor de las ideas posibles! ¡Es LA idea! Es una magnífica y estupenda idea pensar que estamos aquí cumpliendo una razón, un propósito, un programa, una voluntad. Sentimos (pensamos): qué bueno que haya Dios. Qué bueno que esto que soy tenga sentido. Qué maravilla saber de dónde vengo y a dónde voy. Qué puta madre chingón —las malas palabras acentúan el entusiasmo que se siente, aunque a Dios no le gusta que uno ande diciendo groserías, está mal, es pecado. Qué reconfortante. Dios es la idea que nos libra y nos salva de la finitud y la contingencia. Dios es la idea que contesta todas las preguntas, empezando (y terminando) por la más culera de todas: ¿por qué el ser y no más bien la nada?
Pero... momento, let’s hold our horses —a Dios le molestan las groserías, pero no tiene pedos con el poliglotismo (recuerden la torre de Babel), ni con la pedantería académica. No porque Dios nos parezca una genial ideal tiene que haber un Dios. Es decir: su conveniencia no implica necesariamente su existencia. Sin embargo, sólo de este nuestro deseo (de que haya Dios) inferimos su existencia. Sólo porque estaría chingón: entonces está, está Dios encima y dentro de todos nosotros, vigilándonos, protegiéndonos, escogiéndonos o reprobándonos. Pero, como dije antes, así no son las cosas —es decir, las cosas no son como nos gustaría que fueran.
Considerar (primero) y aceptar (después) la existencia de Dios es un error (metodo)lógico y una evidencia de nuestra pobre imaginación.
Y es que lo mismo pasa con los iPods o, mejor dicho, con nuestro deseo de tener un iPod. Uno piensa: ¡puta, qué chingón tener un iPod, qué chingón tener 20 mil canciones en un solo aparatito[1] y poder llevarlas a todas partes! Tener un iPod nos resulta una buena idea porque satisface algunos de los deseos más apremiantes del ser humano: el deseo de poder, de posesión, de acumulación, de disponibilidad de las cosas y de capacidad de manipularlas. ¡Qué pinche buena idea! (A Apple y a Steve Jobs no les importa tanto eso del mal lenguaje, asumen que no es necesariamente agresivo ni denostoso y que es parte de una identidad joven, fresca, moderna, buena onda). Decía: ¡qué pinche buena idea! ¡Quiero un iPod! Y uno va y se lo compra. Y el dato curioso es que no son baratos. Pero uno hace el sacrificio (es decir, desenfunda la tarjeta de crédito, o extiende la mano al Padre, o deja de pagar colegiaturas, o roba, o mata) porque uno debe tener un iPod.
(Nota obvia: creer en Dios tampoco es barato. Es cierto que uno no tiene que pagar una cuota de ingreso, como sí ocurre con la compra del iPod, pero la Fe le va pasando a uno la factura poco a poco —la culpa es la forma de pago más usual— y al final la cuenta no es nada amistosa.)
Inferimos la necesidad (y las bondades) de tener un iPod de nuestro simple y llano deseo. Y por eso digo que querer tener un iPod es como creer en Dios.
Dios y el iPod se parecen en otras cosas, pero sobre esto abundaremos en otra ocasión. Gracias.
[1] Que es lo que le cabe al iPod de 80 GB.
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