El jazz es una música de “notas ambiguas”. Eso lo dijo Cortázar, no recuerdo dónde. Yo estoy de acuerdo; no sé bien cómo, pero este ambiguo dictamen sobre la ambigüedad consigue ser totalmente exacto.
La ambigüedad es delicada, es un arma de doble filo. En el arte, la ambigüedad puede ser mucho más sugerente que los sentidos claros y directos. Vaya, no “puede ser”, siempre lo es. La ambigüedad puede ser más misteriosa y atractiva, ardua y a la vez liviana. Sin embargo, cuando no es bien manejada, cuando realmente no va cargada de intención y de sentido, cuando sólo encubre una forma de la estupidez, la facilidad y la pereza, la ambigüedad no es mensaje polimórfico: no es mensaje en absoluto. No es logro. No es contacto. No es rosa de significados, no es bomba de perfumes, no es signo plurívoco. No es analogía, no es poesía, no es nada más que una tomadura de pelo.
Pero cuando la ambigüedad es recurso, cuando la ambigüedad es artefacto, cuando es mecano del ingenio y del sentido lúdico o del sentido poético o del sentido melancólico, la ambigüedad acierta en el blanco. Y acierta en el blanco precisamente porque el disparo atomizado de sus proyectiles no es descuidada ni desganada eyaculación, es tiro de arcabuz, sí, pero todos las municiones son dardos dirigidos.
Pero cuando la ambigüedad es recurso, cuando la ambigüedad es artefacto, cuando es mecano del ingenio y del sentido lúdico o del sentido poético o del sentido melancólico, la ambigüedad acierta en el blanco. Y acierta en el blanco precisamente porque el disparo atomizado de sus proyectiles no es descuidada ni desganada eyaculación, es tiro de arcabuz, sí, pero todos las municiones son dardos dirigidos.