3.4.07

Del sentimiento de no estar del todo (partes II y III)


Parte II
A Julio, enormísimo cronopio poroso, lo invade el presentimiento —la sospecha— de que forma parte de figuras que lo sobrepasan. Que integra un organismo cuyos movimiento, forma y voluntad lo exceden. Que forma parte de una entidad mayor que se mueve y tiene sentido.
A mí me invade la sensación contraria: de no formar parte de nada, de no ser una pieza de nada (de ser, en todo caso, una pieza de la Nada). Siento, sin embargo, que me compongo de múltiples piezas que no constituyen una entidad —identidad, unidad— estable. Que soy una nube de moscas. Pero moscas que fueron expulsadas de la tribu y que por lo tanto andan errantes por el mundo, disidentes de sí mismas, reunidas sólo por la traición a la tribu y por su asco hacia la tribu.
No entiendo cómo dos sentimientos tan íntimamente contrarios pueden desembocar en una misma condición: el sentimiento de no estar del todo.


Parte III
Sé que quizás no existo, pero eso ya no me parece relevante. Sé que la gente, por algún inexplicable acceso de compasión o culpa, finge mi presencia.
A veces se me ocurre catalogarme como una alucinación colectiva, pero esta fórmula no sería correcta —además, la etiqueta reviste cierta vulgaridad que, aún para alguien que, como yo, no está del todo, resulta desagradable. Soy más bien como el amigo imaginario de un niño de cinco años, pero no en relación con el niño, sino en relación con los padres del niño, que acceden a participar de la fantasía de su hijo, con un sentimiento que es mezcla de cariño, de temor, de resignación y de repulsión. Saben de sobra que el amigo imaginario no es real, pero no están del todo seguros si el crío entiende, si está consciente de la entelequia o si está en camino de una larga y costosa terapia.
Ésta es una mejor definición para mí. No existo, pero la gente en la calle, en los cafés, en las tiendas, accede a dejarme mi lugar, entre indiferentes y apenados con no sé qué niño de cinco años que tampoco existe.

28.3.07

Breve pero útil

Mis lectores, mi asesor de tesis y mis padres (quienes me quieren fuera de casa lo más pronto posbile, pues ya no toleran la convivencia con un genio tácito) me reprochan, y con razón, que no escriba con mayor constancia y consistencia. Mis fans me exigen, también con la razón de su lado, que alimente con mayor frecuencia este blog. Ellos saben que si así lo hicera todos saldríamos beneficiados (pues la buena prosa escasea estos días en la misma alarmante proporción con la que proliferan los pases imprecisos e incómodos y los centros estériles en el Olímpico Universitario).

En fin, yo sé que debería ser más literariamente productivo, pero en esta vida no siempre se puede tener lo que uno quiere, y el deber-ser --de acuerdo con lo que estos 26 años a bordo de mí mismo me han enseñado-- es un ideal que muchas veces vale la pena dejar para otro día en que la lívida galbana nos tenga menos adheridos al sillón.

Por eso (¿eso?, ¿qué "eso"?), este post no es un post. Tampoco es un anti-post. Es tan sólo un capricho de mi generosidad, que me invita a compartir con ustedes una cierta tipología que encontré en mis investigaciones de tesis. Es breve y no es precisamente espectacular. Pero es agradable y útil. Sé que la disfrutrán, que sabrán sacar provecho de su modesta sabiduría y que podrán perdonarme que siga sin entregar un nuevo texto original. Hasta pronto.

"1) Una persona positivista no cree y no tiene miedo.
2) Un creyente religioso cree y no tiene miedo.
3) Un supersticioso cree y tiene miedo.
4) El lector de un relato fantástico no cree y tiene miedo".

* * *

20.2.07

Notas de teoría ligera (1)


El jazz es una música de “notas ambiguas”. Eso lo dijo Cortázar, no recuerdo dónde. Yo estoy de acuerdo; no sé bien cómo, pero este ambiguo dictamen sobre la ambigüedad consigue ser totalmente exacto.

La ambigüedad es delicada, es un arma de doble filo. En el arte, la ambigüedad puede ser mucho más sugerente que los sentidos claros y directos. Vaya, no “puede ser”, siempre lo es. La ambigüedad puede ser más misteriosa y atractiva, ardua y a la vez liviana. Sin embargo, cuando no es bien manejada, cuando realmente no va cargada de intención y de sentido, cuando sólo encubre una forma de la estupidez, la facilidad y la pereza, la ambigüedad no es mensaje polimórfico: no es mensaje en absoluto. No es logro. No es contacto. No es rosa de significados, no es bomba de perfumes, no es signo plurívoco. No es analogía, no es poesía, no es nada más que una tomadura de pelo.

Pero cuando la ambigüedad es recurso, cuando la ambigüedad es artefacto, cuando es mecano del ingenio y del sentido lúdico o del sentido poético o del sentido melancólico, la ambigüedad acierta en el blanco. Y acierta en el blanco precisamente porque el disparo atomizado de sus proyectiles no es descuidada ni desganada eyaculación, es tiro de arcabuz, sí, pero todos las municiones son dardos dirigidos.