16.2.12

Presidente del tuyo

Leo tu blog como un remedio para curarme de este conato de enamormiento. Como quien quiere curarse de un conato de gripa. Como quien hace gárgaras de Isodine bucofaringeo para evitar una gripa que todavía no le ha dado (pero que intuye y teme).

Pero resulta que el ardor de garganta no anunciaba ninguna gripa. Era reflujo, acidez, y las gárgaras con la solución yódica no hacían más que empeorar la situación.

Y lo mismo me pasa con la lectura de tu blog; sólo empeora la situación: el apacible pantano.

Dices: "la evasión y el amparo son parientes, al igual que la paranoia y la intución." Sí. También son parientes la prudencia y la cobardía. Y de estas dos hermanas, o hermanastras, yo siempre follo con la segunda, aunque me gusta decir que salgo con la primera.

3.4.07

Del sentimiento de no estar del todo (partes II y III)


Parte II
A Julio, enormísimo cronopio poroso, lo invade el presentimiento —la sospecha— de que forma parte de figuras que lo sobrepasan. Que integra un organismo cuyos movimiento, forma y voluntad lo exceden. Que forma parte de una entidad mayor que se mueve y tiene sentido.
A mí me invade la sensación contraria: de no formar parte de nada, de no ser una pieza de nada (de ser, en todo caso, una pieza de la Nada). Siento, sin embargo, que me compongo de múltiples piezas que no constituyen una entidad —identidad, unidad— estable. Que soy una nube de moscas. Pero moscas que fueron expulsadas de la tribu y que por lo tanto andan errantes por el mundo, disidentes de sí mismas, reunidas sólo por la traición a la tribu y por su asco hacia la tribu.
No entiendo cómo dos sentimientos tan íntimamente contrarios pueden desembocar en una misma condición: el sentimiento de no estar del todo.


Parte III
Sé que quizás no existo, pero eso ya no me parece relevante. Sé que la gente, por algún inexplicable acceso de compasión o culpa, finge mi presencia.
A veces se me ocurre catalogarme como una alucinación colectiva, pero esta fórmula no sería correcta —además, la etiqueta reviste cierta vulgaridad que, aún para alguien que, como yo, no está del todo, resulta desagradable. Soy más bien como el amigo imaginario de un niño de cinco años, pero no en relación con el niño, sino en relación con los padres del niño, que acceden a participar de la fantasía de su hijo, con un sentimiento que es mezcla de cariño, de temor, de resignación y de repulsión. Saben de sobra que el amigo imaginario no es real, pero no están del todo seguros si el crío entiende, si está consciente de la entelequia o si está en camino de una larga y costosa terapia.
Ésta es una mejor definición para mí. No existo, pero la gente en la calle, en los cafés, en las tiendas, accede a dejarme mi lugar, entre indiferentes y apenados con no sé qué niño de cinco años que tampoco existe.

28.3.07

Breve pero útil

Mis lectores, mi asesor de tesis y mis padres (quienes me quieren fuera de casa lo más pronto posbile, pues ya no toleran la convivencia con un genio tácito) me reprochan, y con razón, que no escriba con mayor constancia y consistencia. Mis fans me exigen, también con la razón de su lado, que alimente con mayor frecuencia este blog. Ellos saben que si así lo hicera todos saldríamos beneficiados (pues la buena prosa escasea estos días en la misma alarmante proporción con la que proliferan los pases imprecisos e incómodos y los centros estériles en el Olímpico Universitario).

En fin, yo sé que debería ser más literariamente productivo, pero en esta vida no siempre se puede tener lo que uno quiere, y el deber-ser --de acuerdo con lo que estos 26 años a bordo de mí mismo me han enseñado-- es un ideal que muchas veces vale la pena dejar para otro día en que la lívida galbana nos tenga menos adheridos al sillón.

Por eso (¿eso?, ¿qué "eso"?), este post no es un post. Tampoco es un anti-post. Es tan sólo un capricho de mi generosidad, que me invita a compartir con ustedes una cierta tipología que encontré en mis investigaciones de tesis. Es breve y no es precisamente espectacular. Pero es agradable y útil. Sé que la disfrutrán, que sabrán sacar provecho de su modesta sabiduría y que podrán perdonarme que siga sin entregar un nuevo texto original. Hasta pronto.

"1) Una persona positivista no cree y no tiene miedo.
2) Un creyente religioso cree y no tiene miedo.
3) Un supersticioso cree y tiene miedo.
4) El lector de un relato fantástico no cree y tiene miedo".

* * *

20.2.07

Notas de teoría ligera (1)


El jazz es una música de “notas ambiguas”. Eso lo dijo Cortázar, no recuerdo dónde. Yo estoy de acuerdo; no sé bien cómo, pero este ambiguo dictamen sobre la ambigüedad consigue ser totalmente exacto.

La ambigüedad es delicada, es un arma de doble filo. En el arte, la ambigüedad puede ser mucho más sugerente que los sentidos claros y directos. Vaya, no “puede ser”, siempre lo es. La ambigüedad puede ser más misteriosa y atractiva, ardua y a la vez liviana. Sin embargo, cuando no es bien manejada, cuando realmente no va cargada de intención y de sentido, cuando sólo encubre una forma de la estupidez, la facilidad y la pereza, la ambigüedad no es mensaje polimórfico: no es mensaje en absoluto. No es logro. No es contacto. No es rosa de significados, no es bomba de perfumes, no es signo plurívoco. No es analogía, no es poesía, no es nada más que una tomadura de pelo.

Pero cuando la ambigüedad es recurso, cuando la ambigüedad es artefacto, cuando es mecano del ingenio y del sentido lúdico o del sentido poético o del sentido melancólico, la ambigüedad acierta en el blanco. Y acierta en el blanco precisamente porque el disparo atomizado de sus proyectiles no es descuidada ni desganada eyaculación, es tiro de arcabuz, sí, pero todos las municiones son dardos dirigidos.

13.11.06

Sobre el versátil monoteísmo del iPod. Primera parte


Querer tener un iPod es como creer en Dios (y entendemos aquí que 'kre:r' en Dios quiere decir 'kerer' que exista Dios).

Uno cree que Dios debe (must) existir simplemente porque a uno eso le parece una buena idea. Lo mismo pasa con el popular reproductor de mp3: uno cree que debe tener un iPod por la simple y sencilla razón de que uno quiere tener un iPod. Pero las cosas no son así, no funcionan así.

Sí, a uno le parece que la idea de Dios es una buena idea. ¡Claro que lo es! ¡Es la mejor de las ideas posibles! ¡Es LA idea! Es una magnífica y estupenda idea pensar que estamos aquí cumpliendo una razón, un propósito, un programa, una voluntad. Sentimos (pensamos): qué bueno que haya Dios. Qué bueno que esto que soy tenga sentido. Qué maravilla saber de dónde vengo y a dónde voy. Qué puta madre chingón —las malas palabras acentúan el entusiasmo que se siente, aunque a Dios no le gusta que uno ande diciendo groserías, está mal, es pecado. Qué reconfortante. Dios es la idea que nos libra y nos salva de la finitud y la contingencia. Dios es la idea que contesta todas las preguntas, empezando (y terminando) por la más culera de todas: ¿por qué el ser y no más bien la nada?

Pero... momento, let’s hold our horses —a Dios le molestan las groserías, pero no tiene pedos con el poliglotismo (recuerden la torre de Babel), ni con la pedantería académica. No porque Dios nos parezca una genial ideal tiene que haber un Dios. Es decir: su conveniencia no implica necesariamente su existencia. Sin embargo, sólo de este nuestro deseo (de que haya Dios) inferimos su existencia. Sólo porque estaría chingón: entonces está, está Dios encima y dentro de todos nosotros, vigilándonos, protegiéndonos, escogiéndonos o reprobándonos. Pero, como dije antes, así no son las cosas —es decir, las cosas no son como nos gustaría que fueran.

Considerar (primero) y aceptar (después) la existencia de Dios es un error (metodo)lógico y una evidencia de nuestra pobre imaginación.

Y es que lo mismo pasa con los iPods o, mejor dicho, con nuestro deseo de tener un iPod. Uno piensa: ¡puta, qué chingón tener un iPod, qué chingón tener 20 mil canciones en un solo aparatito[1] y poder llevarlas a todas partes! Tener un iPod nos resulta una buena idea porque satisface algunos de los deseos más apremiantes del ser humano: el deseo de poder, de posesión, de acumulación, de disponibilidad de las cosas y de capacidad de manipularlas. ¡Qué pinche buena idea! (A Apple y a Steve Jobs no les importa tanto eso del mal lenguaje, asumen que no es necesariamente agresivo ni denostoso y que es parte de una identidad joven, fresca, moderna, buena onda). Decía: ¡qué pinche buena idea! ¡Quiero un iPod! Y uno va y se lo compra. Y el dato curioso es que no son baratos. Pero uno hace el sacrificio (es decir, desenfunda la tarjeta de crédito, o extiende la mano al Padre, o deja de pagar colegiaturas, o roba, o mata) porque uno debe tener un iPod.

(Nota obvia: creer en Dios tampoco es barato. Es cierto que uno no tiene que pagar una cuota de ingreso, como sí ocurre con la compra del iPod, pero la Fe le va pasando a uno la factura poco a poco —la culpa es la forma de pago más usual— y al final la cuenta no es nada amistosa.)

Inferimos la necesidad (y las bondades) de tener un iPod de nuestro simple y llano deseo. Y por eso digo que querer tener un iPod es como creer en Dios.

Dios y el iPod se parecen en otras cosas, pero sobre esto abundaremos en otra ocasión. Gracias.


[1] Que es lo que le cabe al iPod de 80 GB.

21.10.06

Imitador de George W. Bush


Frank Caliendo imitando a Geroge Bush en el show de David Letterman. Notable.

27.9.06

No tengo pudor (#1)


Nunca he peleado con un oso. Creo que debería hacerlo. Pero antes, debo ponerme en forma, hacer ejercicio y estar fuerte y ágil. Entonces sí podría viajar al norte para encontrar al oso en su bosque. Pero creo que el oso debería perder peso, magnitud y alcance. Creo que debería omitir las garras. Creo que el oso debería odiarme (con justicia, si fuera necesario) para conferirle honor a mi causa, para concederme heroicidad. No creo que deba matarlo. Pero el oso debe huir para no volver nunca más. Así debe ser. En esto creo. Amén.

A ver si me explico

No soy un cinéfilo. Esto lo repito con frecuencia y a veces hasta con cierto orgullo. Es más, si voy un poco más lejos, puedo decir que no me gusta el cine (pero está declaración, aunque mucho más espectacular y efectista, sería falsa). Lamentablemente, creo que con el cine suelo caer en el prejuicio que tanto señalo, censuro y detesto: el de las personas que rigen sus gustos en función contraria de lo que dice la mayoría: “a mí me gusta lo que a (casi) nadie le gusta, a mí me gusta lo que no es popular, a mí me gusta lo raro, lo difícil, el lado B de la realidad; a mí me gusta todo esto porque soy original, porque no me dejo engatusar por los mercaderes del espíritu, porque soy mejor y superior, albricias, albricias”.
Es divertido llevar la contraria, no lo vamos a negar. Y también es cierto que hay mucho esnobismo entre los conocedores y amantes del cine. Pero esto no basta para justificar ni validar mi prejuicio. A fin de cuentas, lo que ocurre es que me faltan paciencia y cultura cinematográfica —y, por otro lado, me sobran incapacidad para tolerar momentos visualmente tensos y afición por los petardos hollywoodenses.
Así pues, repito, no intentaré justificar mi prejuicio contra el cine y los cinéfilos de corazón. Sólo diré una cosa, a modo de especulación teórica y, por favor, corríjame la plana todo el que se sienta con voluntad y disposición.

Me parece que una de las razones por las que el cine es tan apreciado y popular (quiero decir, más popular que la poesía e incluso que el teatro) es por su natural capacidad de decir lo inefable. Y no es que el cine sea, esencialmente, más elocuente ni más sensible ni más profundo ni más poético que las demás artes. A lo que me refiero es que, por estar basado en la imagen —en la imagen plástica, real, en movimiento— el cine es más sugerente y a la vez más concreto. Es más poroso, está más abierto, y, al mismo tiempo, ofrece permanentemente una prolífica profusión de detalles, algunos significativos, otros intrascendentes. El cine funda con mayor fecundidad zonas de indeterminación, a la vez que satura de información y evocaciones la pantalla y los ojos del espectador. En este sentido, podría decir que es más «expresivo» que la poesía, pero a la vez, más impreciso. La poesía, en cambio, por depender de las palabras, no puede darse lujos de abstracción tan excesivos y lujuriosos. Tiene que ser (si aspira a ser legible y memorable, claro) certera y efectiva. Tiene que proceder con la precisión de una cirugía láser.

Aunque por otro lado...
Tenemos un verso que dice “el ciervo es un viento oscuro”. Esta imagen poética no es efectiva (es decir: bella, verdadera, válida y valiosa) en la medida en que uno pueda imaginarse una corriente de aire de color café oscuro con orejas y cola y de venado. La plasticidad de las imágenes poéticas no es real, total. No es exacta. No es la plasticidad de los colores, las texturas y las formas del óleo sobre la tela; no es la plasticidad de la taza de te sobre la mesa o en la mano, no es la plasticidad del plástico, la madera o los sillones. Hay algo de «imposibilidad» de «irresolubilidad» en la imagen poética, y eso es lo que nos gusta, nos encanta y nos convence. Algo de indeterminado: una exactitud indeterminada, una identidad indeterminada.