No soy un cinéfilo. Esto lo repito con frecuencia y a veces hasta con cierto orgullo. Es más, si voy un poco más lejos, puedo decir que no me gusta el cine (pero está declaración, aunque mucho más espectacular y efectista, sería falsa). Lamentablemente, creo que con el cine suelo caer en el prejuicio que tanto señalo, censuro y detesto: el de las personas que rigen sus gustos en función contraria de lo que dice la mayoría: “a mí me gusta lo que a (casi) nadie le gusta, a mí me gusta lo que no es popular, a mí me gusta lo raro, lo difícil, el lado B de la realidad; a mí me gusta todo esto porque soy original, porque no me dejo engatusar por los mercaderes del espíritu, porque soy mejor y superior, albricias, albricias”.
Es divertido llevar la contraria, no lo vamos a negar. Y también es cierto que hay mucho esnobismo entre los conocedores y amantes del cine. Pero esto no basta para justificar ni validar mi prejuicio. A fin de cuentas, lo que ocurre es que me faltan paciencia y cultura cinematográfica —y, por otro lado, me sobran incapacidad para tolerar momentos visualmente tensos y afición por los petardos hollywoodenses.
Así pues, repito, no intentaré justificar mi prejuicio contra el cine y los cinéfilos de corazón. Sólo diré una cosa, a modo de especulación teórica y, por favor, corríjame la plana todo el que se sienta con voluntad y disposición.
Me parece que una de las razones por las que el cine es tan apreciado y popular (quiero decir, más popular que la poesía e incluso que el teatro) es por su natural capacidad de decir lo inefable. Y no es que el cine sea, esencialmente, más elocuente ni más sensible ni más profundo ni más poético que las demás artes. A lo que me refiero es que, por estar basado en la imagen —en la imagen plástica, real, en movimiento— el cine es más sugerente y a la vez más concreto. Es más poroso, está más abierto, y, al mismo tiempo, ofrece permanentemente una prolífica profusión de detalles, algunos significativos, otros intrascendentes. El cine funda con mayor fecundidad zonas de indeterminación, a la vez que satura de información y evocaciones la pantalla y los ojos del espectador. En este sentido, podría decir que es más «expresivo» que la poesía, pero a la vez, más impreciso. La poesía, en cambio, por depender de las palabras, no puede darse lujos de abstracción tan excesivos y lujuriosos. Tiene que ser (si aspira a ser legible y memorable, claro) certera y efectiva. Tiene que proceder con la precisión de una cirugía láser.
Aunque por otro lado...
Tenemos un verso que dice “el ciervo es un viento oscuro”. Esta imagen poética no es efectiva (es decir: bella, verdadera, válida y valiosa) en la medida en que uno pueda imaginarse una corriente de aire de color café oscuro con orejas y cola y de venado. La plasticidad de las imágenes poéticas no es real, total. No es exacta. No es la plasticidad de los colores, las texturas y las formas del óleo sobre la tela; no es la plasticidad de la taza de te sobre la mesa o en la mano, no es la plasticidad del plástico, la madera o los sillones. Hay algo de «imposibilidad» de «irresolubilidad» en la imagen poética, y eso es lo que nos gusta, nos encanta y nos convence. Algo de indeterminado: una exactitud indeterminada, una identidad indeterminada.
1 comentario:
En verdad me gustó muchísimo la parte en la que habla de los modos de expresión del cine y la poesía. Hay, y se lo digo en serio, algo de Octavio Paz en "El Arco y la lira" en esa forma de escribir, hablando como con una profunda comprensión de algo casi inasible, de lo inefable y de la belleza como si se hablara del pan sobre la mesa.
Publicar un comentario